Luis Thonis | Harold Bloom o el Canon de la Negación

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Reflexiones acerca de El Canon Occidental de Harold Bloom*





Confieso que comencé la lectura de El canon occidental con una predisposición adversa. Había leído del autor La angustia de las influencias hace años: el libro me pareció muy endeble por el uso que hace de la noción psicológica de "influencia", que según el autor los escritores padecen en torno a precursores que nunca alcanzan del todo a "inventar". Esos escritores son los "poetas fuertes" que luchan hasta la muerte con sus grandes precursores: la novela familiar del neurótico sirve aquí a unos agones que nunca alcanzan la "paz" con el predecesor que los aturde incluso hasta el momento de partir hacia mundos mejores. A Bloom no le faltaba osadía al referirse a Freud. Advertido de que en los medios universitarios donde se ejerce la crítica literaria nadie lo ha leído, Bloom se divierte multiplicando exabruptos. Su teoría de la voluntad poética -encarnada en el poeta fuerte- supone que las pulsiones -teorizadas por Freud en Triebe und Triebschicksale- son ellas mismas "defensas".

La "influencia" es tautológica: defensa de la defensa misma. Escribe:

"Los conceptos de defensa de Freud son en sí mismos pulsiones y su dificultosa noción de pulsión en sí misma es ya una defensa".

Bloom ignora voluntariamente que la pulsión no es una defensa, sino que la defensa es contra la pulsión. Remito al lector a los ensayos de la Metapsicología de Freud: ahí, pese a que en castellano se ha traducido pulsión por "instinto", se formulan los destinos que sufren en el curso de su desarrollo: la transformación en lo contrario, la orientación contra la propia persona, la represión, la sublimación.



Bloom no tiene ninguna "influencia" de Freud y se defiende de una teoría de la cual se ha "defendido". Se le podría atribuir cierto "complejo de Freud" que resuelve identificándose a su hija, Anna Freud, a quien repite textualmente. Ignora coherentemente que en Freud la pulsión no es un concepto biológico: que haya hablado de la mitología de las pulsiones no implica desconocer que su estatuto es irreductible y habla de un retorno de lo biológico en lo simbólico. Pasa por alto que la represión no es una defensa sino que la defensa surge ante una falla de la represión y esa voluntad de ignorancia no se confunde con un saber que falta sino con esa misma voluntad que sobra. Bloom en lo literario habla de su predilección por "el humanismo romántico y profético" y asocia lo que llama "lecturas erróneas" a una voluntad creadora.

Esta veta romántica lo lleva a este tipo de conclusiones:

"El misterio del estilo poético, la exuberancia que es belleza en todo poeta fuerte está emparentada con el deleite del ego maduro en su propia individualidad, que se reduce al misterio del narcisismo".

Bloom desconoce voluntariamente las miserias del narcisismo analizadas por Freud. No hay ningún "misterio". En su lectura de la traducción todo poeta es reducido a un yo especular, autónomo y unívoco y reflejado en otro: el sentido de un poema es la réplica a otro poema y todas las relaciones del poeta con la cultura, el lenguaje o la política son suprimidas. El "poeta fuerte" se desprende de todo en su deleite del "ego maduro", menos de la captura fatídica del precursor:

"El amor que siente por su poesía en sí misma el poeta fuerte tiene que excluir la realidad e cualquier otra poesía, excepto la que no puede ser excluida, la identificación inicial con la poesía del precursor".

Pero también el precursor está atrapado en el laberinto de la influencia:

"El poeta fuerte se asoma al espejo de su caído precursor y no contempla ni al precursor ni a sí mismo, sino a su doble gnóstico, la oscura otredad o antítesis que tanto él como su precursor anhelaron ser, pero en la que temían convertirse".

¿Qué un precursor haya caído significa que no se lo lea más? Bloom confunde su lectura con la última que puede sufrir la literatura occidental. Que no es por cierto la mejor.

Ambos, precursor y sucesor, han querido ser otra cosa que lo que fueron; en esa lucha finalmente no hay vencedor ni vencido: el "empate" se dan en el campo de la gnosis y su oscurantismo. La tradición literaria -limitada a la lengua inglesa- es leída como la contienda de unos nombres de autor reducidos a pares especulares: "Examinaré los ejemplos de a pares -Wordsworth y Keats, Browning y Yeats, Whitman y Stevens -ya que, en cada caso, la figura anterior es tanto un precursor como un participante en un precursor común: respectivamente aquí Milton, Shelley y Emerson".

No puedo detenerme aquí en la lectura que hace de estos pares. Pero diré que los pasajes más interesantes de Bloom, como el dedicado a la tiranía del ojo ante la luz del sol en Whitman, surgen cuando se atenúa el peso de la fortaleza de la influencia en la que está parapetado. Escribe:

"En Stevens, el lector se enfrenta con una ascesis de toda tradición romántica, la de Wordsworth tanto como la de Keats, la de Emerson tanto como la de Whitman. Ningún poeta moderno la mitad de fuerte que Stevens escogió una autoprivación o sacrificó tantos impulsos instintivos en nombre de ser un rezagado".

¿Qué puede ser un poeta "la mitad de fuerte" que el otro que hace las veces de medida? Un espejo roto y, en consecuencia, rezagado: lo agresivo, que es común en la instancia especular en Freud, en Bloom se lo sitúa como "impulso instintivo" y se lo refiere a una autonomía del yo que multiplica sus defensas por todas partes. Pero en Bloom no hay espejos partidos sino vasos rotos donde un poeta tiene como designio completar antitéticamente a otro. Resultado: espejitos de colores.

Por eso habla de tésera: arte de reconstruir una vasija. Pero esta reconstrucción que es también purgativa -función de la ascesis- ensordece en esta lucha de un poema con otro lo que en ellos se interpela.

En The Breaking of the Vessels, de 1982 -traducido como Los vasos rotos- el acento está puesto en la poesía de Wallace Stevens. Asombrosamente no menciona el poema que más me interesa. Lo he referido en la Inscripción de Eunoe1, el río que en Dante abre la vía al paraíso. Ahí escribo para mostrar la interpelación que Stevens le hace a Baudelaire:

"En Eunoe se diferencia entre demonio y mal. Baudelaire en Las Litanies du Satan ruega al demonio que tenga piedad de él: "Oh Satan, prends pitié de ma longue misere!"; Wallace Stevens, de otra manera , en su Estétique du mal, escribe -en diálogo con Baudelaire- una extensa oración fúnebre a la muerte del demonio -que el puritanismo necesita "vivo" para anatemizar: es el sexo, el color de piel- y descubre que su asesino no ha dejado huellas: "The death of Satan was a tragedy / For the imagination / A capital negation destroyed hum in his tenement".

Es su misma escena la que permite conjeturar que pudo refugiarse en la Iglesia antes de su agonía, preguntarse a qué lógica dio lugar esa negación capital del "espíritu de la negación", el demonio según Dostoievski. Entramos en una reproducción donde el crimen es "inexistente", donde todo pasa muy rápidamente y no acontece nada. El mal no se dice por su nombre, se metamorfosea y no se deja circunscribir: moderados demócratas de despiertan un día convertidos en Saint Just, respetables ancianos de Weimar se descubren vivando a Hitler. El poeta viene a enterarnos de que apenas si sentimos luego de esa muerte, sueña un paraíso de connotaciones puritanas, incorpóreo para gente incorpórea: al final de su vida se convierte al catolicismo.

Nazismo y puritanismo han identificado mal y demonio. Hitler quería no sólo exterminar a los judíos sino al mismo "mal". Luego del pueblo de la Biblia venían los que padecían determinadas enfermedades, los negros, todos los que no fueran el Ario. La trama de este nuevo infierno -por completo ajeno al de Dante- ha sido expresada por Rosenberg, que vaticina con énfasis que "los espantosos crucifijos de la época barroca que muestran en todas sus encrucijadas los miembros torcidos y atormentados serán reemplazados por las efigies de los guerreros caídos al servicio de la patria. Nueva salud".

Bloom reivindica insistentemente la actitud personal del crítico. Pero yo cito lo que escribí porque no encuentro mejor modo de formular que la relación entre el poema de Stevens y el de Baudelaire no tiene nada que ver con una angustia de influencia, o un clinamen que desvía al precursor sino con una interpelación -hecha en cierto tiempo y lugar de enunciación- que no tiene respuesta. O la tiene en la travesía de cada literatura, por ejemplo, en ese arte de tratar y dialogar con el mal común a Dostoievski y a Joyce. Por eso recuerdo la bula papal que postula que el demonio hubiera sido bueno de haberse quedado como Dios lo creó.

Informa que su ley es la metamorfosis y una de ellas, en la versión de Stevens, lo presenta no notificado de su propia muerte. Esta sensibilidad percibe que estamos en una época marcada por el exterminio donde a los hombres se les roba su propia muerte. Es una cuestión que desborda lo "socioeconómico", objetado por Bloom en nombre de una tendencia estetizante que olvida que la sociedad -ese tesoro social de donde Proust tomaba la materia de su obra- está fundada en un crimen en común según Freud.

El tópico de discusión -irresoluble, pero formulable- es acallado por Bloom que sólo está atento a los temas tratados según un delirio de influencia que reduce las relaciones entre precursores y sucesores a un asociacionismo neoconductista: la influencia sirve para ignorar lo que refiere a la función paterna y tiene un estatuto corporal que borra toda posibilidad de discurso. Se resuelve entre la transfusión sanguínea, el espiritismo y el chamanismo, que sustituirá al marchito psicoanálisis cuya muerte sin duelo profetiza en El canon occidental.

Escribe:

"La crítica literaria freudiana de Shakespeare es un chiste celestial; la crítica shakespeariana de Freud tendrá un difícil alumbramiento, pero nacerá, pues Freud, como escritor sobrevivirá a la muerte del psicoanálisis. La transferencia a un chamán es una antigua técnica extendida en todo el mundo, ampliamente estudiada por los antropólogos y los expertos en historia de la religión. El chamanismo precedió al psicoanálisis y lo sobrevivirá; es la forma más pura de psiquiatría dinámica.

Este parto de influencia ya prepara sus chalecos de fuerza: hay consenso en la cultura posmoderna para esta violencia contra la palabra. Freud insistió en que no podía considerarse como "angustia" a cualquier clase de inquietud y reconoció un doble origen de la misma: "unas veces, como consecuencia directa del factor traumático, y otras, como señal de amenaza la repetición de tal factor".

Pero Bloom ha elegido a Freud como su doble gnóstico y pasa, haciendo práctica de su teoría, a destituir la sombra del precursor:

"Obviamente estoy hablando de Freud el escritor, y considerando al psicoanálisis como literatura".

Freud ya no es autor de historiales clínicos sino el escritor canonizado de una literatura que sobrevivirá al psicoanálisis.

A nadie se le ocurriría decir que la obra autobiográfica de Werner Heisenberg, Physics and Beyond, escrita en 1925 cuando seguía un tratamiento de recuperación sea "literatura", no obstante sus referencias a la naturaleza y bondades de expresión. Trata de una crisis muy precisa en la historia de la física: la de la búsqueda de números cuánticos que puedan dar cuenta del desdoblamiento de las rayas espectrales que están en el pasaje de un electrón a otro, y que no pueden ser representadas mediante números ordinarios.

Heisenberg cuando escribe nunca deja de ser un "científico", del mismo modo que Freud cuando argumenta lo hace como fundador del psicoanálisis que nunca será una "ciencia" por las relaciones que tiene con la verdad.

Freud es leído en clave romántica y neoconductista. La relación entre Freud y los románticos no pude ignorar las relaciones con la Aufklarung- la Ilustración - y el espíritu del pueblo de Herder. Para Thomas Mann la teoría de la libido de Freud era el romanticismo alemán sin mística y convertido en ciencia de la naturaleza. Cuando Freud habla de la naturaleza esencialmente conservadora de la pulsión, Trieb, y define la vida como una oposición activa de Eros y Thanatos - más la muerte en la pulsión que la pulsión de muerte - Mann lee una Umschereibung, una reescritura de un aforismo de Novalis.

Bloom habla como si Freud se hubiera propuesto hacer un ensayo literario sobre Hamlet, acerca del cual deslizó frases aisladas y no se conforma con leer a Freud con Anna Freud y hacer de Freud un segundo Shakespeare.

Convierte, delirio de influencia mediante, a Shakespeare en un primer Freud:

"A menos que uno sea un freudiano fanático, se trata de la antigua historia de la influencia literaria y sus angustias. Shakespeare es el inventor del psicoanálisis; Freud su codificador".

Este disparate da una pauta de lo que es la cultura contemporánea: se pude decir cualquier cosa que suene a escándalo. El clown posmoderno que rige hoy el canon fáctico de la cultura está lista para celebrarlo.

Leer erróneamente las obras de Shakespeare y Freud podría haber dado lugar a una divertida novela de Burgess; en las manos de Bloom queda limitada a un melodrama gruñón que tiene la impronta de las miserias del narcisismo.

Chesterton escribió:

"Jamás causa gran daño a un hombre el odiar una cosa de la que nada sabe. Es el odio a una cosa de la que sabemos algo lo que corroe el carácter. Todos poseemos un oscuro sentimiento de resistencia hacia la gente que no hemos encontrado nunca y un hondo y poderoso desagrado por los libros que no hemos leído jamás. No daña a un hombre el estar seguro antes de abrir los libros que Whitman es un pedante obsceno o que Stevenson es un simple embelecador de estilo. Es el hombre que puede pensar tales cosas después de haber leído los libros, quien tiene que estar propenso a una perdición mental".

La cita de Chesterton me parece pertinente porque el rechazo de Bloom a Freud en El canon como psicoanalista es de otra índole que el que pudieron tener un Kafka, un Borges o un Navokob, que apenas lo leyeron y lo hicieron respecto de los peligros del psicologismo que abundan en las intrigas edípicas que Bloom multiplica.

A diferencia de ellos, Bloom lo leyó y tan erróneamente que se priva de toda posible equivocación. Sabe erróneamente todo Freud pero ignora correctamente su artículo Die Verneinung, "La denegación". Ahí se lee que "Freud" nunca puede extrapolarse de la labor analítica donde es decisiva la instancia de la enunciación. El paciente le refiere una historia a Freud y aclara: "Me pregunta usted quién puede ser esa persona de mi sueño. MI madre, desde luego no". Freud escucha: se trata seguramente de la madre. Y demuestra que es representación reprimida se abre paso a la conciencia bajo la condición de ser negada. Ahí conecta la instancia del juicio -la de afirmar, que apunta a una fusión, la de negar, que es afín a la expulsión- con las pulsiones. Ahora bien: Freud no instituye una receta. Porque bien podría ocurrir que otro paciente dijera: tuve un sueño con una mujer, no fue mi madre", y en ese contexto de discurso y en ese caso particular ella no sea la madre. La enunciación acaece en una instancia puntual de discurso, donde obran la escucha analítica y la transferencia.

No soy el mejor abogado que puede tener este Freud abrumado ora por Hamlet ora por su autor que se nos presenta, pero creo que los argumentos de su fiscal anulan la enunciación de sus escritos. Bloom hace "literatura" cuando se trata del psicoanálisis y se postula como chamán profético cuando de literatura se trata. La influencia funciona como una transferencia anticipada: todo está dicho antes de que el lector pueda urdir sus equívocos con los textos. Una vez liquidada la enunciación, Bloom instituye su proceso canónico: convierte a Shakespeare en psicoanalista y a Freud en escritor. Pero tampoco Shakespeare, ubicado como escritor en el centro del canon, la saca barata. Como resulta inverosímil achacarle una angustia ante sus precursores -que son a mi entender múltiples fuentes, historias, relatos y leyendas-, Bloom, empuñando el canon de la miseria narcisista como Ricardo III el jabalí, nos revela que él, el gran Shakespeare, es "menos" que sus personajes.


Lo cito:

"El secreto de que Shakespeare sea el centro del canon reside, en parte, en su independencia; a pesar de todo el vocerío de los neohistoricistas y otros resentidos, Shakespeare está tan libre de ideología como sus inteligencias heroicas: Hamlet, Rosalinda, Falstaff. No tiene teología, ni metafísica, ni ética, y mucho menos las ideas políticas que le endilgan sus críticos actuales. Sus sonetos muestran que no pudo librarse del superego, contrariamente a Falstaff; apenas fue trascendente, contrariamente a Hamlet, al final de la obra, apenas fue capaz de dominar todas las perspectivas importantes de su propia vida, contrariamente a Rosalinda. Pero puesto que los imaginó a todos ellos, podemos asumir que siempre supo cuáles eran los límites de su carácter".


"¡Chocolate por la noticia!, diría el mismísimo Falstaff -lo argentinizo, convengo, un poco- ante uno de los pasajes de más memorable y canónica estupidez que se hayan escrito en la historia de la crítica.

Bloom nos revela que Shakespeare -alguien que en vida no tuvo la menor idea de lo que sería para la posteridad, que empezó a ser reconocido en su originalidad luego de cien años- es "menos" que sus personajes. Bloom parece ignorar que la mayor parte de la vida de los escritores es desastrosa si se la vislumbra con los colores ideales de Rosalinda.

En Shakespeare, según Bloom, no hay teología, ni metafísica, ni ética, ni política, cosas que, asegura, sólo ocupan a los resentidos. Es posible. Pero cabe preguntarse qué puede quedar de un autor de su universalidad si se erradica el juego nunca establecido previamente de esas instancias. Quedaría un "esteticismo" inhospitalario, convertido en ideología "pura". Pero Shakespeare es consumadamente impuro y en sus obras hay política.

Todo lo que en La Tempestad y Cuento de Invierno evoca lo fantástico y lo novelístico parece responder a una historia posible y Timón o Antonio y Cleopatra, salvan la distancia de los siglos. Pero en sus inicios escribió seis dramas que versan sobre su siglo anterior y tratan de la historia nacional, desde el ascenso de Bolingbroke y la dinastía de Henry VII hasta el tirano Richard III, que pone fin a la sangrienta Guerra de las Dos Rosas y conquista la corona para los Tudors.

Que las estéticas hayan impugnado o celebrado las licencias que se tomó con la historia -colocando en escena personajes que estaban muertos y no podían ser contemporáneos- no supone una negación de la misma, que suministraba abundantes materiales a los que no necesitaba violentar. Drásticos o lacónicos, lo ético y lo político abundan no en tanto "verdades" sino en las retóricas y cínicas argumentaciones del Rey Juan y Ricardo III, que muestran el espectáculo que se dan a sí mismos los Estados criminales.

En El Rey Juan hay una escena de tortura que no llega a realizarse porque el verdugo se apiada del niño que, siguiendo la lógica expuesta por Maquiavelo, debe ser eliminado por representar una línea de sucesión real. Lo que humilla la conciencia del verdugo e impide la tortura sería imposible sin el límite de la religión. Hay una infausta frase del Rey Juan que exime comentarios: cuando se da cuenta de que su programa homicida fracasa, reconoce, penitente ante el crujido de las armas, que sobre el crimen no puede construirse ningún fundamento sólido. Es una renegación suscitada por la angustia ante el peligro inminente: la visión de su caída le hace tener algún escrúpulo. No tiene por eso la misma mordedura de conciencia que el verdugo. Y eso habla de una instancia - una transferencia - que no puede conjurarse desde una neutralidad estética.

Freud fue refutado seriamente por Lèvi-Strauss en términos antropológicos y cuestionado por René Girard por su concepción de la tragedia especialmente por el lugar central del mito de Edipo en su teoría que el mismo Sófocles contradice en Las Traquinias., obra olvidada.2 Ahí, Heracles, agobiado de dolores le pide a su hijo Hilo que ponga fin a su vida, situándolo ante un tremendo doble bind: Te digo lo que debes hacer. Si no, sé el hijo de otro, en lugar de llamarte el mío. Le pide a su hijo que lo obedezca, y finalmente convence a Hilo que acepta pero denunciando a lo ojos del mundo su inocencia en esa acción.

Lacan afirma que hay identificaciones que sólo suceden en el terreno de la fábula, deja de lado a Edipo e insiste con Hamlet. Freud en Totem y Tabú no habla de antropología ni de tragedia cuando descifra el crimen como constitutivo de toda sociedad y al héroe como lugar de identificación de los deseos del coro.

Para Occidente ha sido recurrente -y, si se quiere, canónico- que el crimen sea condición de todo fundamento sólido en la medida que hay olvido de un primer asesinato. Como si la abundancia de sangre no pudiera colmar la insuficiencia del discurso. La violencia fundadora de las revoluciones ha tenido resultados catastróficos y muchas sociedades no han elaborado su tendencia maniática a la repetición.

En el siglo XX, luego de Auschwitz o del Gulag el valor y el registro de la muerte se transmutan: esas masacres no pueden imputarse a los excesos de la guerra ni atribuirse a una lastrada barbarie. Esa lógica afecta en mucho la noción medieval del canon. Occidente se descubre sin códigos, con la "defensa" que le ofrece Bloom - que inhibe la literatura como trama de transmisiones - impotente ante otro que a veces no es sino un efecto de su cría de monstruos. El programa de las Luces se revela estrecho y a veces pertenece al orden de las cosas que Nietzche llamaba cómicas. Esto explica el retorno inevitable de la religión y lo teológico político obviados por Bloom porque nos lleva en lo cronológico a una etapa anterior a Shakespeare. ¿No sería posible pensarlo al mismo tiempo bíblica pero ateológicamente como lo plantea la inmensa obra de un Henry Meschonnic que Bloom y las universidades se esfuerzan en desconocer?.3

El canon estaría del lado del Signo y hablaría de un desconocimiento radical de la poética de Shakespeare. El canon no puede constituir una poética de la transmisión entre culturas en tanto deja de lado los efectos de traducción. Canon significaba "catálogo de autores", estaba en vínculo con la literatura religiosa y tenía por objeto afianzar la tradición.

Curtius afirma que fue el filólogo David Ruhnken quien lo introdujo en las letras a fines del siglo XVIII. El canon trata específicamente de las disposiciones de la Iglesia, en contraste con las ordenanzas civiles, llamadas leges. Es cierto que la posibilidad de un canon subyace en las obras consideradas universales: sea en los catálogos de naves de Homero, en la disposición de los personajes de Dante o Chaucer o en las festivas enumeraciones de Rabelais. Tiene que ver con el ordenamiento. Pero no se lo puede trasponer sin esfuerzo a las literaturas nacionales y modernas que han surgido de la imposibilidad de instituir un canon que sea su medida. Esto intentó hacerlo el neoclasicismo francés mediante la adaptación de las tres unidades de Aristóteles de Boileau que Thomas Rymer quiso imponer en Inglaterra, denostando a Shakespeare. Pero el romanticismo vino a celebrar a través de Hugo eso como un desborde, o a decir con Lessing que nadie como Shakespeare había interpretado a los griegos.

El canon me parece inseparable de los códigos de la edad media y de la Iglesia; Harold Bloom le da una amplitud ilimitada que alcanza al poema inaugural del presidente Clinton, celebrado por el New York Times como de magnitud whitmaniana. Habría que preguntarle a Monica Lewinsky que opina de esa lírica.

Bloom pasa totalmente por alto todos los conflictos históricos entre las lenguas, las traducciones y las literaturas. Quien más habrá de sufrir el canon será la literatura francesa por obra de Boileau: este clasicismo consideraba a Malherbe muy superior a Villón y confundía a la poesía con la correcta fabricación de versos. Y no es una lectura errónea. Es inseparable del siglo de Luis XIV que coronaba la hegemonía de Francia sobre toda Europa. Predominaba un racionalismo que "inventaba a sus precursores", es decir, a clasicismos anteriores para corroborarse a sí mismo. La misma palabra "clásico" tuvo una impronta histórica y política. es usada, según Curtius, por primera vez en las Noches Aticas de Aulo Gelio: se refiere a los ciudadanos de primera clase, clasicus, llamados así por la constitución de Servio en contraste a proletarius, que no representa ni a la clase superior contribuyente ni al buen uso de la lengua: el castellano no es ajeno en ese sentido, como dijo Girondo, al lenguaje de la soldadesca.

Sainte Beuve parafrasea a Gelio al definir al escritor clásico en una virulenta retrospectiva como el que "tiene bienes de fortuna bajo el sol y no se confunde con la turba de los proletarios".

Tanto la idea de "canon" como la de "clásico" son históricas y a diferencia de lo afirmado por Bloom y Curtius, su lugar no es tan azaroso en la historia de las nomenclaturas. Tal es así que hacia 1800 la antigüedad grecorromana es declarada "clásica" en bloque por humanistas con tendencia a lo edificante y lo pedantesco. Sainte Beuve, que no puede desprenderse de su ilusión de canon que le viene de su tradición, dirá que Shakespeare fue el más grande de los clásicos sin saberlo. Pero la idea de lo clásico y lo canónico es impensable en la literatura española del Siglo de Oro, por el modo en que se intrincan y mezclan los discursos y porque todavía se conserva el concepto medieval de auctores.

En El Criticón de Gracián, soslayado en el canon de Bloom, pueden coexistir las parábolas de Esopo con las doctrinas morales de Séneca, algo inverosímil desde las pautas clásicas. Para ese barroco el pasaje de lo canónico religioso a lo literario no constituye un drama y la multiplicidad de precursores anula la obsesión del precursor único de la angustia de la influencia.

Tampoco puede atribuirse a lecturas erróneas o a la influencia la entrada de Shakespeare a Francia por la traducción de Otelo por parte de Vigny o al exaltado prefacio del Cromwell, en 1829, de Victor Hugo. Ahí se declara a Shakespeare "poeta soberano", se lo laurea como el primer entre los románticos porque "funde en un mismo hálito lo grotesco y lo sublime, lo terrible y lo jocoso, la tragedia y la comedia".

Para Hugo se trata de sortear los moldes neoclásicos de los Boileau y los Rymer. El despliegue imaginativo es ahora aplaudido y ya no es obligatoria la fidelidad histórica. Pero los dramas de Victor Hugo o de Musset nunca llegarán a desprenderse de las declamaciones del rococó de Voltaire. Aquí tampoco hay lectura errónea ni angustia de influencia: se trata del peso de una tradición que hace que el romanticismo francés sea un anticlasicismo sistemático.

El romanticismo francés y el alemán -que no tuvo un clasicismo anterior- convergen a través de la Hamburgische Dramaturgie (1768) de Lessing, que postula un teatro nacional alemán atacando las preceptivas de Boileau y de Rymer como secuelas de un falseado clasicismo. Para Lessing no continuaban la tradición griega por ensalzar el uso de las tres unidades. El ideal aristotélico se cumplía de un modo exterior, vacuo, en las obras neoclásicas. Las figuras pomposas de Corneille y de Voltaire están lejos de suscitar terror y piedad, la purgación propugnada resulta un forzado estereotipo.

Steiner en La Muerte de la Tragedia examina cómo Lessing hace dialogar al espectro de Darío en Los Persas con Hamlet y conecta Los Siete contra Tebas y la Medea de Eurípides con Rey Lear y Ricardo III. Encuentra afinidades y parentescos entre La Orestíada y Hamlet y Schiller declara que como ninguna otra obra La Guerra de las Rosas y Ricardo III le recuerdan a los trágicos griegos.

No tardan en surgir eruditos prusianos tratando de demostrar que Shakespeare era alemán. En Alemania cambian los escenarios de Weimar y Steiner señala que "el público alemán veía versiones auténticas de Hamlet y Lear cuando en la mayor parte de los escenarios ingleses se usaban textos suavizados o cercenados para acomodarlos al gusto neoclásico". Hay una guerra del gusto en torno a Shakespeare. En Francia, Victor Hugo declara que si se saca a los plebeyos y se introduce la muchedumbre, se quita la fatalidad y en su lugar se sitúa la melancolía, si en vez de la Gorgona impera la bruja, o si en vez del sol reina la pálida luna, tenemos a Shakespeare: "El Esquilo segundo".

Las lecturas de Lessing respecto de escenarios alemanes dominados por el teatro neoclásico francés o la exaltación de Hugo son lecturas tanto poéticas como políticas. Por este proceso complejo es como un autor se "universaliza" y no por la alternativa hamletiana de ser o no ser un autor del canon. Hablan de las posiciones de unos sujetos de enunciación y no de lecturas correctas o incorrectas. Menos todavía de una angustia que nada tiene que ver con los escritos de Freud. Lo canónico es aquí una categoría de uso psicologista que Bloom decreta como "papa" del templo de la influencia. Ahí Shakespeare no es un escritor sino un demiurgo al que debemos, aparte de sus obras teatrales, el mismo aire que respiramos:

"Sin Shakespeare no habría canon, pues sin Shakespeare no habría nosotros, quienquiera que seamos, ningún yo reconocible. Le debemos a Shakespeare no sólo que representara nuestra cognición, sino gran parte de nuestra capacidad cognitiva".

Bloom, aquí, imita el discurso de la Iglesia -al que abomina- pero va mucho más lejos que ella en cuanto al proceso de canonización de un santo, que puede durar siglos: sacraliza a Shakespeare de un plumazo como a un fetiche.

En ese punto la renegación misma es canonizada: este poeta que fue en vida una pálida sombra, mucho menor que sus personajes, es el depositario de un apriorismo trascendental. Esto contradice el "esteticismo" al que lo reduce.

Bloom está tan obsesionado por situar a Shakespeare en el centro de su canon -algo que no necesita- que apenas si reflexiona sobre su teatro. Para todo el siglo XVIII fue un "enigma" saber qué supo Shakespeare para escribir sus obras y nada dice acerca de sus versiones siempre polémicas.

"La suya es una raza de gigantes antes del diluvio", escribió Dryden, que se preguntaba cómo Shakespeare podía, con menor preparación, ser un poeta superior a otros mejor dotados, entre los que se incluía a sí mismo. Según Thomas Rymer, Otelo rompía todas las reglas teatrales y notaba que Shakespeare desconocía la posición social de los personajes: la astuta malevolencia de un Yago no podía, según las reglas clásicas, corresponder al "carácter" de un soldado, que es obtuso y recto.

Alexander Pope salió en su defensa, pese a los exabruptos y correcciones personales que hizo en su edición afirmando que las leyes de la literatura -entonces "clásica"- no son las mismas que las de la escena. Nada de esto interesa al señor Bloom, que siguiendo la lógica asociacionista de la angustia de la influencia, se pregunta por qué Johnson no quiso ser poeta y demostrar su superioridad sobre Pope:

"Johnson tenía pocas dudas acerca de su superioridad sobre Pope en cuanto sabiduría, conocimientos e intelecto. ¿Qué fue entonces lo que le ensombreció, impidiéndole dedicar sus más intensas energías a una continuada carrera como poeta?".

La reducción de los poetas a yoes especulares que luchan entre sí como pequeños edipos tiene aquí el emblema recurrente de la miseria narcisista. No se da cuenta de que Johnson no fue poeta porque no deseaba serlo. Johnson no podía concebir a un autor que no escribiera por dinero y se vanagloriaba de no estar codeado "by gamster, pimp, or player". Era el reverso de Shakespeare. Despreciaba a los actores porque, decía, apenas podían entender el sentido de las palabras que declamaban y sospechaba en ellos una vida entregada a lo licencioso.

Pero Johnson admiraba a Pope y prefería la noche poetizada por Dryden o por Young a la inquietante de Shakespeare porque eran afines a su temperamento. Su par antitético, según refieren Boswell y la biografía de Joseph Krutch, acaso fuera un actor, el famoso Garrick, cuyo culto predominaba en esa época. Fue él, un actor, quien volvió popular a Shakespeare.

Es probable, oscuro estudioso de pocos recursos, que tuviera cierta envidia de quien ganaba cuantiosos chelines, tenía éxito con las mujeres, deslumbraba a todos y para colmo se consideraba el "restaurador" de Shakespeare. Llegó a convertir Cuento de Invierno en un entremés y no sin descaro le agregó un prólogo. Omitiendo a los sepultureros, modernizó Hamlet y se las arregló para volver loca de remordimientos a la reina Gertrudis. Añadió finales felices y siempre lo representó como si ambos, autor e intérprete, fueran complementarios.

El mérito de Johnson fue cuestionar esas interpretaciones, pero también no oponerse a esa popularidad por la cual Shakespeare escapaba de las manos de eruditos obsesionados por descubrirle faltas, porque, escribió, "los sentimientos naturales de los espectadores no deben ser tenidos en poco". Y en su edición se negó a modernizar su vocabulario porque advertía, contra una serie de eruditos que trataban de mejorarlo, corregirlo o lo tachaban de bárbaro, que al cambiarle las palabras o los diálogos se eliminaba su "pensamiento".

Pero a Johnson nunca se le escapó el carácter popular de Shakespeare que viene de los misterios y de diversas tradiciones medievales. Con él cambia el lugar del clown en el teatro: sus retruécanos y dichos encendidos, sus máximas que revelan la cordura en la locura o viceversa desbordan sin perder gracia el racionalismo estrecho de la época. Hamlet, en muchos dichos, los parodia y es mediante los cómicos que atrapa la conciencia del rey.

De nada de eso trata Bloom al referirse a Johnson, a quien considera el crítico canónico de Shakespeare, el más eminente de todos los tiempos. Pero con su maniática angustia de influencia le reprocha que "fue un hijo demasiado bueno con su padre poético, Pope" y se interpone -tomándola literalmente, en su imposibilidad de leer metáforas- en la simpatía que Johnson confesaba tener por Falstaff, a quien veía como el personaje más cómico que le fue dado conocer. Bloom lee eso como una identificación lisa y llana y propone la suya con Falstaff. Después lo perdona a Johnson. Y cuando espera un futuro dramaturgo que ponga simultáneamente en escena a sus personajes más amados -la comadre de Bath, Don Quijote y Falstaff- soslaya los contextos culturales en que surgen. No se pregunta si de estar todos juntos en familia lo teatral, hiperbólico, no aplastaría a lo dramático y el resultado sería un culebrón de la influencia.

En el teatro de Beckett, Bloom ve la reaparición de los personajes de Shakespeare, algo que el autor negó en su discusión con Adorno. No menciona a Jean Genet por no adecuarse a esa asimilación. Este libro de Harold Bloom sólo por su volumen físico puede compararse a las elaboraciones de un Curtius o de Erich Auerbach que tienen el saber refinado de un humanismo vivo. No está a su altura, ni tampoco a la de un Michel Foucault, a quien considera autor de estudios socioeconómicos, tomando literalmente sus enunciados acerca de "la muerte del autor", omitiendo voluntariamente el lugar que tienen en sus formaciones discursivas.

Bloom tiene razón cuando la emprende contra feministas que consideran que Alice Walker -por ser "sincera"- es "superior" a un Thomas Pynchon y reclaman un busto al tercer libro de poemas. Pero pasa por alto que obras como Gravitiys Rainbow de Pynchon vuelven a una etapa anterior a su canon para informarnos que estamos en pleno Apocalipsis y esa revelación habla de una anticipación de nuevas formas de percepción. Pynchon es un narrador de una guerra de los mundos cuyo evangelio son los misiles y en su impensada complejidad excede los escenarios clásicos o isabelinos algo que Bloom sospecha cuando llama a nuestra época "era caótica". Ya no está la Reina madre en el centro sino un gran matriarcado planetario ante el cual toda ley se derrumba y todos los nihilismos se conjugan. Para entender esta nueva fase será necesario no un canon sino una instancia meta crítica que asumiera su complejidad política y teológica. Bloom prefiere simplificar pero no es neutro en lo político cuando confina todas las formas actuales de contestación del poder a lo anticanónico y a un hipotético, rapaz Partido del Resentimiento. No queda claro si se refiere a militantes sociales o a todas las vanguardias. ¿ A qué canon se oponen, por ejemplo, Apollinaire, Picasso o Andy Wharhol cuyas obras cambian continuamente de registro?.

La influencia contamina sus lecturas más atendibles, siempre lejanas "era caótica". Borges tampoco escapa a las intrigas de la influencia, condición, parece, para entrar al redil canónico. Según él, Borges quiso ser Whitman, pero como en Latinoamérica había un Neruda, que no es sino Whitman corregido, escribe El Aleph para satirizarlo en la figura patética de Carlos Argentino Daneri. Aún si esto fuera así, quedaría por leer un cuento que formula problemas respecto del infinito y la nominación. De esto nada quiere saber Bloom que opta por leer "una crítica de la incontinencia poética" que alcanza a Neruda. También se hubiera podido argumentar que escribió ese cuento para defenderse de los sonetos que cometió Leopoldo Lugones, su primer padre ideal.

También sufre Joyce, abrumado por una angustia de nuevo cuño, la de la contaminación. Para el chamán de la influencia, Joyce no se siente oscurecido por Shakespeare sino por su público: "No desea tanto el talento y el alcance de Shakespeare -Joyce creía que en eso era igual a Shakespeare-, sino que está con razón celoso del público de Shakespeare. Esos celos hacen del Finnegan's Wake una tragicomedia, y no la comedia que pretendió Joyce".

Resulta asombroso cómo Bloom dice saber lo que los escritores "desean" o "creen". No repara en que para Borges o Joyce no se trata de estar en contra de los precursores sino de inventarlos en otra frontera que siempre escapa al determinismo de la influencia que sólo se reconoce en las gestas especulares y no en conflictos de transmisión, como sucede en la lectura de Walter Benjamin de la reacción contrarreformista del Trauerspiel, el drama barroco alemán que sólo puede pintar al melancólico con "los colores crudos y gastados de las figuras medievales".

A eso contrapone un personaje inédito, Hamlet, porque a través de la figura del príncipe "puede la melancolía redimirse, al enfrentarse consigo misma. Lo demás es silencio". Bloom no tendrá este cauto silencio sobre Hamlet. Ni sobre Freud. A lo largo de todo el libro y su catálogo de autores, su doble gnóstico será siempre Freud y la voluntad de leer erróneamente las pocas observaciones que hizo sobre el príncipe danés. Todavía están vigentes y dan que pensar mucho más que las casi seiscientas páginas de Bloom.

Freud objeta la opinión dominante, que se inicia en Goethe, que ve en Hamlet al hombre cuya acción está paralizada por la actividad intelectual exuberante. Advierte que Hamlet actúa en demasía: no vacila en matar a un cortesano como a una rata, enviar a otros dos a la muerte, ni en batirse con Laertes. Hay una sola cosa que posterga: matar al asesino de su padre. Se trata de la procastination, palabra inglesa ajena al castellano: tiene que ver con la postergación de un acto por el cual matar al asesino de su padre sería también matarse a sí mismo. Lacan ha leído a Hamlet como una variante impensable desde el mito de Edipo.

En la modernidad el Edipo se vive de esa manera falseada, a lo Hamlet, en un sujeto que a diferencia de Edipo sabe que el padre está muerto y sin embargo "procastina": eso puede convertirse en destino. Bloom obra aquí como un "picoteador", según Pope: se ha enterado de alguna diferencia entre Edipo y Hamlet y la vuelve contra Freud.

La extrema: separa a Hamlet de Edipo y se postula como descubridor del "complejo de Hamlet" que, dice, Freud no se atrevió a llamar así para mantener el nombre de Shakespeare lejos del psicoanálisis. También convierte a Hamlet en su psicoanalista: "la capacidad de Hamlet no sólo iguala a la de Freud, sino que le proporciona un paradigma para la emulación". La extiende y generaliza: todos hacemos diván con Hamlet en Elsinore para enterarnos de que no sólo en Dinamarca todo está podrido.

Al separar tajantemente a Hamlet de Edipo, Bloom soslaya los problemas de estructura y la consecuencia es que idealiza a Hamlet en términos que superan a los de Goethe. Nos asegura que es el personaje más inteligente de la literatura a tal punto que Hamlet podría haber escrito Hamlet y la obra de Shakespeare "es, en parte, una defensa contra el implacable intelecto de Hamlet".

No pensaba así un Joyce, que lo vislumbra rendido a la venganza: por eso elige a Ulises para nombrar a su antihéroe. Bloom deja de lado que su inteligencia está subordinada a un teatro de muerte donde no puede actuar sin suicidarse. ¿Qué pensaría Ofelia de sus campanadas de entusiasmo? Freud, por otra parte, no fue infalible en cuanto a la literatura: llegó a llamar "carcelero de la humanidad" a Dostoievski en un arrebato progresista. Pero el que aquí se nos presenta es el personaje de una divagación que no llega a convertirse en desatino.

Bloom le tira de la oreja por sospechar incestuoso al Rey Lear y lo felicita por inferir, en Macbeth, a la esterilidad y la falta de descendencia como desencadenantes de los crímenes. La frase de Macbeth: fair is foul and foul is fair, podría haberlo enterado de que en esos dramas la belleza es el reverso de un horror que quiere abolirse y esto es legible cuando Lady Macbeth le suplica a los demonios que le extirpen el sexo -unsex me here- le cubran hasta la leche de sus senos, la completen despojándola de todas sus cualidades femeninas. Esto va más allá de lo anotado por Freud.

Ella instiga, contamina a su esposo y no deja de ser política en querer ser "una" -unsex- con un delirio de poder que supone la abolición misma de la diferencia de los sexos. Cuando Macbeth dice: Things bad begun: make strong themlselves by ill, eso pasa al castellano pagando un impuesto gravoso que anula el juego de los dos sinónimos para "mal", bad e ill, este último en referencia a algo intencional. Decir que las cosas mal comenzadas se fortalecen o robustecen con el mal puede sustituirse por una frase contraria -se fortalecen con el bien- y resulta igualmente verosímil porque es en ese comienzo que está en el primer miembro donde se escande ese hechizo homicida que posee alguien que, incluso amenazado, dice haber perdido el sabor del miedo y no teme a ningún hombre nacido de mujer.

Bloom nunca tiene en cuenta lo que enuncian los personajes. Está obsesionado con el autor, con Shakespeare pero no presenta ninguna nueva lectura de su obra -a diferencia de lo que hace con Montaigne, Molière o Tolstoi- en un libro que lo canoniza. Uno puede respetar sus preferencias y sus osadas afirmaciones -Johnson como el mejor crítico y Tolstoi como autor del mejor relato del mundo-, pero cada vez que surge Shakespeare, el asocia "Freud" y su ridícula obsesión culmina en tratar de descubrirle un "complejo de Macbeth" -otro más de su invención-, al final de sus días o a reencontrar a Cordelia en su hija Anna, "su digna continuadora en su magnífico libro sobre el ego y sus mecanismos de defensa".

Anna Freud para la teoría de su padre fue más bien Gonerila. Bloom es sincero en su elogio porque Anna es su precursora en su teoría de la defensa que rige sus lecturas. Pero, ¿por qué, siguiendo su misma letra, no la emprendió contra ella y sí contra el padre? ¿Estará el señor Bloom más próximo a un Edipo timorato que a un genial Hamlet?

Él mismo nos acerca una respuesta al referirse a la voluntad poética:

"Lo que empieza a ser claro es que las pulsiones y las defensas están modeladas sobre la retórica de la poesía, se crea o no que el inconsciente esté, más o menos, estructurado como un lenguaje".

Se crea o no se crea, más o menos estructurado como en lenguaje. Ni chicha ni limonada: Bloom canoniza su negación del inconsciente para afirmar un yo neoconductista y desde sus pautas habrá que esperar dos generaciones para saber si de su legado hay algo que escapa de la lógica vigente; algunos, con acrítica hospitalidad, ya empiezan a trasladarlo a la literatura argentina.

El acrítico recibimiento que ha tenido el libro de Harold Bloom no sólo es prueba de ignorancia informa del avance del pensamiento conductista y sus efectos devastadores sobre una cultura que excluye el lugar y la crisis del sujeto. Ha sido celebrado por críticos de izquierda y progresistas: como si la mitad estuviera con Heidegger y su relación consustancial entre la lengua y la ontología - el griego no es una lengua, es el lenguaje mismo del pensamiento, la lengua del Ser: Das Wesen der Sprache - y la otra con Bloom para llenar el vacío que dejó Marx y que la fenomenología de un Sartre no pudo resolver ante un Baudelaire por confundir una moral - la del compromiso - con la misma ética, considerando al lenguaje un mero instrumento.

Todos acuerdan que Marx tenía razón en cuanto a la crítica de la economía política, que era válida para mediados del siglo XIX pero no ya para principios del veinte donde no se cumplió ninguna de sus profecías. Un pensamiento de la economía anacrónico que va tomando las formas del mito, combinado con poéticas que obvian la enunciación -sea en griego o quechua - reduciéndola a la lengua del Ser o a los comportamiento puede dar una medida de una cultura que oscila impotente entre la fenomenología y el pragmatismo y naufraga finalmente en el nihilismo.

Refuerza el canon de la mayor de las pasiones humanas, que Shakespeare nos enseñó a leer de primera mano: no querer nunca saber a lo cual Freud añade que no queremos saber nada porque sabemos en demasía. Este no querer saber nos entera del lugar banal u oportunista que se otorga a lo político por parte de quienes quieren que Shakespeare diga lo mismo que ellos.

Por eso invito a escuchar la sugerencia de Horacio a Hamlet: There needs no ghost my lord. Sucede que no hay necesidad de espectro de un padre asesinado para enterarlo al señor Bloom de que en su caso el padre está demasiado vivo, tardío como un efebo y prematuro como un anciano, para ser beatificado en el santuario de la influencia.


NOTAS BIBLIOGRÁFICAS


1 THONIS, Luis, Eunoe, Ultimo Reino, 1991,
2 GIRARD, René, La violencia y lo sagrado, Anagrama.
3 MESCHONNIC, Henry, Le Signe et le poème, Gallimard, 1975. En esta obra monumental, uno de los intentos más serios que se conozcan de constituir una poética que parte de la teoría del lenguaje de Humboldt - Susurre- Benveniste que confronta con la lectura del Signo en Hegel y su dependencia con lo sagrado pasa por la crítica de los pragmáticos y los fenomenólogos y alcanza a las lecturas de críticos modernos como Blanchot, Derrida, Barthes, Foucault, etc que acusan la marca del hegelianismo. Marx historizó la economía política pero ignoró la historia del lenguaje: su dependencia del Signo dará lugar luego a la "defensa" del estanilismo contra la literatura. Eso explica que muchos marxistas recurran a Heidegger para dar cuenta de la poesía, obviando la translingüística. Fui el primero en difundir esta obra en los ochenta ante lo que hasta ayer sonaba como palabra infalible.


LUIS THONIS, Poeta, escritor, crítico y narrador. Nació en Buenos Aires en 1949. Ha escrito notas y ensayos en diversas revistas literarias. Ha publicado Siglo de Manos y la criatura (1987), Eunoe (1991), Cuerpos Inéditos (1995) y Estado y Ficción en Juan Bautista Alberdi (2001).
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