Estela Blarduni | El Viaje a Oriente de Henri Michaux: Un barbare en Asie*

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Obsesionado por la precariedad de su propio yo, sintiéndose extranjero en cualquier lugar del planeta, Henri Michaux (1899-1984) se inscribe en la larga tradición francesa de los libros de viajes, con dos obras tempranas: Ecuador (1929) y Un Barbare en Asie (1933). Les seguirá la publicación de viajes imaginarios, reunidos bajo el título de Ailleurs (1948).

Un Barbare en Asie1 traduce la experiencia del periplo por Asia entre 1930-1931, viaje de expatriación que sueña sin retorno, y que constituye para Michaux un sumergirse en la experiencia de la alteridad sin fondo de un mundo que por siempre le resultará esencial.

Mediante un apólogo sobre las relaciones entre el mono y el caballo, (Michaux, H. 100) el autor justifica haber escrito sobre una región que apenas conoció.

La fábula ilustra las distintas etapas del conocimiento del Otro: tras un primer estadio en el que ambos animales se observan y perciben las diferencias circunstanciales que los caracterizan, a continuación se produce un reencuentro placentero, pero la convivencia impide que el conocimiento progrese, se pasan por alto las diferencias y finalmente los dos acaban por ignorarlas. El narrador concluye que esta ley fatal hace que los viejos residentes en Asia y las personas más mezcladas con los asiáticos, no sean lo más indicados para dar una visión apropiada y que “un transeúnte de ojos ingenuos pueda, a veces, poner el dedo en la llaga.”2.

Ha de ser entonces “el bárbaro”, el extranjero, quien ponga el dedo en la llaga. Desde el título se juega con el sentido del término “bárbaro” y las connotaciones que de él se desprenden: tal como fue concebido en la antigua Grecia, sobre todo a partir de las guerras médicas, había servido para designar la alteridad polarizada entre los griegos y “los otros”. Para Herodoto, el término tuvo una fuerte significación política, empleado para referirse a aquellos que no conocían la “pólis”, organizada por las nociones de simetría, paridad y reversibilidad, y vivían en cambio sometidos a un déspota, quien desde un poder excesivo se abandonaba a desbordes y transgresiones de todo orden.

En Michaux, el significado se identifica con la definición que le había dado al término Montaigne en sus Essais: “Chacun appelle barbarie ce que n’est pas de son usage”3. Le sirve para refugiarse en la mirada irónica y cáustica de un doble desprejuiciado, que rompe burlescamente con los preceptos del Diario de viajes o con la visión extasiada de la alteridad desde los preconceptos culturales europeos, los que Victor Segalen en su Esssai sur l’exotisme4 atacaba fuertemente. Construye en cambio un conjunto variado y móvil de instantáneas que no obedecen forzosamente a un cronograma o un itinerario.

Jorge Luis Borges, traductor de la obra al español, se refirió a ella como una “obra aguda que no es apología ni ataque, sino las dos cosas a la vez, y muchas cosas más.” Efectivamente, el tono del libro conlleva la desmitificación que recorre variados caminos, desde la desilusión y el cinismo, al humor y la verdadera comprensión. A diferencia de Antonin Artaud, por ejemplo, que en Les Tarahumaras lleva su identificación con los indígenas hasta querer deshacerse de su propia identidad5, Michaux la construye a cada instante a partir de la confrontación casi física con la alteridad, tal como ya lo había hecho en Ecuador.

Repartido en ocho capítulos de desigual extensión, según los intereses del autor y el tiempo que permaneció en cada lugar, el contenido del libro alude a cuatro grandes culturas: la de India y Ceylán, China, Japón , e Indonesia.

Michaux se interesa por conocer el pensamiento religioso y la cultura de cada pueblo, leyendo a sus filósofos, santos y poetas, estudiando sus idiomas, comparando sus gramáticas; pero también atrapando cada uno de sus gestos, voces, actitudes y reflejos, en sus rezos, en la forma de construir y vivir sus ciudades, en el modo cómo tratan a los animales, en sus expresiones artísticas, ya sea teatro, canto, música, pintura, cine o monumentos. Una multiplicidad de impresiones y observaciones se agolpan en instantáneas agudas y finas que al modo de un caleidoscopio presentan una realidad multiforme cuya esencia se intenta atrapar.

Presenta a Calcuta como la ciudad más repleta del universo, sobre todo de canónigos: “seguros de sí mismos, con una mirada de espejo, una sinceridad insidiosa y ese descaro especial que produce la meditación, con las piernas cruzadas.” (Michaux, H. 20) A continuación, con el desparpajo de un “bárbaro”, asimila la despreocupación y descaro de los peatones con el de las vacas sagradas que también pululan por las calles, y no duda en expresar el disgusto que despiertan en el extranjero: “Jamás, jamás podrá sospechar el hindú hasta qué punto exaspera al europeo.” (Michaux, H. 22)

Una descripción del hall de la estación de Calcuta, suerte de enorme dormitorio en el que hay miles de viajeros tendidos entre cuyos cuerpos se avanza incómoda y cautelosamente como por un terreno pantanoso, ilustra la admiración del “bárbaro” ante lo que considera un prodigio y lo lleva a afirmar que “Entre todas las estaciones del mundo, la Estación de Calcuta es prodigiosa. Sólo ella es una estación.” (Michaux, H. 39)

En referencia a la gestualidad y sus significados, la mirada del hindú impresiona porque “lo miran a uno con un aplomo, con un bloqueo misterioso” (Michaux, H. 22), que se prolonga en la impermeabilidad ante el gesto del otro: “En el mundo entero uno puede entenderse por señas. En la India, imposible.” (Michaux, H. 86)

En cambio, considera la sonrisa del nepalés “la más bella del mundo” (Michaux, H. 86), pues “espera ser correspondida y “nos pide el abandono del ensimismamiento, de las cavilaciones.” (Michaux, 86) En tanto se observa que los chinos padecen una enfermedad terrible: “a fuerza de disimular, de hacer planes, de componerse una cara, ya no saben reír” (Michaux, 127); o que los singaleses provocan “una sorprendente impresión de inercia por la falta de ademanes” (Michaux, 102)

Si bien reconoce como penosa la experiencia de toparse con mendigos, el narrador la desdramatiza al clasificar las distintas clases que encuentra en su periplo: “El hindú mendiga fríamente, con convicción, con caradura.” (Michaux, H. 88) , el nepalés lo hace “con su sonrisa” (Michaux, H. 88) de modo que despierta “una dulce convulsión cardíaca” .(Michaux, H. 89) La observación sutil, se desliza en la descripción de la delicadeza implícita en la forma de mendigar del sacerdote tibetano, con un minúsculo tambor y una campanilla que hacen de reducida orquesta, acompañada de “ una canción débil y secreta, imprecisa, más exhalada que cantada, una especie de queja en el sueño” (Michaux, H. 89) Canción que contrasta con las que se oyen cantar en los monasterios de lamas : “Voces profundas con notas más bajas que las de los célebres bajos rusos: voces eruptadas y obscenas” (Michaux, H. 90)

Otro motivo de oposición entre el asiático y el europeo concierne al espíritu de religiosidad: se sorprende con la actitud piadosa del singalés y con desparpajo agrega que eso sucede tanto en un templo católico como en una sala de billar. Con referencia a Indonesia manifiesta su simpatía por una cultura que realiza la simbiosis entre los demonios del hinduismo y el budismo y se conmueve con el pensamiento mágico del hindú que le permite sentirse “ligado a todo”; ( Michaux, H. 24 ) ello contrasta con el irrespeto propio del hombre blanco que le permite “ fabricar, inventar, progresar, . (Michaux, 24) Frente al concepto de nobleza humana que parece saturar tanto a árabes, hindúes o al último de los parias, encuentra a los europeos “precarios, secundarios, transitorios” (Michaux, 26)

Con referencia al arte, el autor desliza observaciones muy agudas y personales; es especialmente conmovedora la descripción que realiza del Taj Mahal en Adra y su cualidad etérea: al mencionar la materia con que está construido el edificio menciona un mármol “extremadamente delicado, exquisito y como doliente, hecho para la inmediata disolución, y que una lluvia derretirá esa misma noche, pero que se mantiene intacto y virginal desde hace tres siglos”. (Michaux, H., 35 ) No sin cierto humor cáustico, comenta que “ A su lado, Notre –Dame de Paris es un bloque de materiales inmundos, buenos para echarlos al Sena» ( Michaux, H. 35)

Otra comparación entre europeos e hindúes, surge a propósito del comentario de la proverbial suciedad del hindú, lo que no le impide bañarse a menudo, ya sea en el Ganges o en los innumerables estanques; sin embargo, comenta el autor, cuando sus pintores hacen un cuadro de sus interiores inmundos y harapientos, indican limpiamente la suciedad, mientras que los cuadros europeos del siglo XIX están repletos “de cabezas de carboneros, de casas y paredes leprosas, de mejillas y cabezas pegajosas, de interiores infectos.” (Michaux, H. 42)

Con referencia a los chinos, señala que su pintura su teatro y su escritura, muestran más que cualquier otra cosa, “extrema reserva”, “concavidad interior”, “falta de aura” (Michaux H.,118) Describe la sensualidad china como delicada, opuesta a la sensualidad espesa del europeo, y observa que ello se traduce en una pintura en la que no hay aire entre los objetos, sino un éter puro. Los objetos están dibujados, parecen recuerdos “como fantasmas delicados que no ha evocado el deseo. El chino ama ante todo los horizontes lejanos, aquello que no se puede alcanzar.” (Michaux, H. 136) En cambio, “el europeo quiere tocar, por eso el aire de sus cuadros es espeso. (Michaux, H. 136)

Si el pueblo chino es un artesano nato que ama sobre todas las cosas el justo equilibrio, Michaux destaca su necesidad de estar convenientemente protegido, lo que lo conduce a crear murallas, como las del Imperio, o techos importantes, pantallas, biombos y laberintos triples, en ciudades hormigueantes de gente y atiborradas de avisos que traducen, además, el gusto por los conjuntos y la complicación, de modo que comparada con la ciudad europea, ésta aparece “...aislada y vacía, limpia, eso sí! y terrosa.” (Michaux, H. 124)

Es muy breve, porque su estadía lo fue, la parte del libro que dedica al Japón, país que en primera instancia lo disgustó, tal vez por su clima húmedo y la carencia de grandes espacios, pero fundamentalmente por la atmósfera de militarismo que se respiraba y que anunciaba la guerra.

En su recuerdo Michaux acrecienta una intensa admiración hacia el Nô, y concluye con una comparación con los europeos, quienes al cabo de muchos esfuerzos han logrado empequeñecerse ante Dios, mientras que el japonés lo hace también ante los hombres, ante la ola más pequeña, ante la hoja encogida de la caña, ante una lejanía de bambúes que apenas ve. El corolario es que la modestia tiene su recompensa, pues “ a nadie en ninguna parte, se le manifiestan hojas y flores con tanta belleza y fraternidad.” (Michaux, H. 154)

Dos prefacios en ocasión de las reediciones del libro, uno de 1945, y sobre todo el de 1967, dan cuenta de las reticencias que su autor experimentó acerca del contenido de sus visiones. Reconoce la permanente influencia de Asia sobre sí, “ su movimiento, sordo y secreto”, (Michaux, 15) lo que indudablemente se manifiesta en su poesía y en su pintura; pero también subraya su ingenuidad, e ignorancia de su “ilusión desmitificadora” (Michaux, H. 15) en un momento en que Japón entraba sobreexcitado en la lucha, China estaba acorralada, e India intentaba liberarse. Si su esfuerzo había sido comprender al hombre de la calle, al flautista, al actor, al bailarín, al mimo, se da cuenta de que transcurrido el tiempo, todos han cambiado, y China rotundamente. Siente que quizás los sintió como viajes imaginarios, realizados sin él, como “obra de otros. Países de invención ajena.” (Michaux,H. 17 ) Se lamenta de no haber percibido los cambios políticos que se avecinaban. Tal vez, subraya, porque hubiera preferido que la India y la China hubieran encontrado su camino “sin tener que pasar por la occidentalización” (Michaux, H. 16)

A pesar de su insatisfacción, confiesa que no puede corregir nada del libro, que, como si se tratara de un personaje tiene un tono que se le resiste, para concluir: “Aquí si bárbaro se ha dicho, en bárbaro hay que quedar.” (Michaux, H. 18)

Toda la obra de Michaux, basada en experiencias vividas o imaginadas expresadas en poesía, prosa o pintura, constituye finalmente un intento por explorar la infinita variedad del mundo que también abarca su propio interior: mundo complejo y contradictorio de apariciones, disgregaciones, ocultamientos, expansiones o discontinuidades…; a veces temibles, otras, secretas, melancólicas, o irrisorias.

Hacia el final de Un barbare en Asie, el narrador constata la diversidad multiforme de lo conocido, la certidumbre de que en todas partes hay mestizajes, infinitos aflujos de razas y religiones, “de modo que nadie es puro, que cada uno constituye un “indébrouillable mélange”, una mezcla imposible de desenmarañar 6.

Esta certeza del “bárbaro” de que la civilización, en el sentido que Spengler adjudicaba al término, como proceso histórico que actúa sobre la cultura, sobre el modo de ser de un pueblo, impide concebirlo como una esencia invariable, justifica la movilidad de la mirada, las continuas rupturas de tono y la reflexión final del libro en el que lacónicamente un buda cuya identidad aparece vacía, aparece como portavoz del autor aconsejando el auto-recogimiento: “No busquéis refugio sino en vosotros mismos ...No os preocupéis de las maneras de pensar de los demás. Manteneos en vuestra propia isla. PEGADOS A LA CONTEMPLACIÓN.” (Michaux, H. 173)

A propósito de la peculiar mirada de Michaux sobre el mundo, y el periplo que dibuja su captación del Asia, cito las palabras de Octavio Paz, amigo y exégeta profundo del poeta:

Mirar se vuelve una negación, un ascetismo, una crítica. Mirar como mira Michaux es deshacer el nudo de reflejos en que la vista ha convertido al mundo. Mirar así es cegar la fuente, el surtidor de las certidumbres a un tiempo radiosas e insignificantes, romper el espejo donde las imágenes, al contemplarse, se beben a sí mismas. Mirar con esa mirada es caminar hacia atrás, desandar lo andado, retroceder hasta llegar al fin de los caminos.7

Notas

* La autora es profesora de la Universidad Nacional de La Plata y de la Universidad de Buenos Aires. El presente trabajo es una comunicación publicada en las actas del III Congreso Internacional Encuentro de Mundos. Pasajes Interculturales organizado por la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario los días 27,28 y 29 de mayo de 2009. Reproducido con el permiso de la editora Sonia M. Yebara a quien Analecta Literaria agradece muy especialmente su gentileza.  


(1) Michaux, Henri. Un Barbare an Asie. Paris: Galimard, 1986.
(2) Michaux, Henri. Un bárbaro en Asia. Traducción al español de Jorge Luis Borges, Barcelona, Tusquets , 2001, p. 80.En adelante, las páginas de las citas correspondientes a la edición serán consignadas en el cuerpo del trabajo entre paréntesis.
(3) Cada uno llama bárbaro “lo que está fuera de sus costumbres” Montaigne, M. de. Essais., L.I, C.31Paris: Bordas,. 1985, p..73.
(4) Segalen, Victor: Essai sur l’exotisme. Paris .Fata Morgana., 1978.
(5) “ je ne veux signer à aucun prix”: Artaud, Antonin. Les Tarahumaras. Paris, Gallimard, p.68.
(6) Borges traduce “indébrouillable mélange” como “horrible mezcla”. (Michaux, H. 172) En este único caso me permito disentir.
(7) Paz, Octavio. “El príncipe y el clawn” en: Excursione /Incursiones.Obras Completas.T. II México, FCE, 1993, p. 267.
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